Prólogo
El autor de este libro se atreve a pedir a todos y cada uno de sus lectores una leve ofrenda de calma y de imparcialidad. Este libro no se escribe ni para halagar ni para herir a escuelas determinadas, y mucho menos a partidos militantes. Tan imperfecto y baladí como es el desempeño de la obra, es grande el sentimiento que la inspira y noble el fin a que se dirige. Si el autor fuera capaz, que no lo es, de levantar un monumento científico y literario, hubiera escogido la materia de este libro para levantar un monumento científico y literario a la diosa Verdad, en un siglo que construye templos de sofismas y tinieblas para la diosa Razón, y alcázares de lodo y sangre para la diosa Fuerza.
No busquemos la fórmula del progreso como Pelletan, en el acrecentamiento de la vida: de la vida física por la multiplicación de fuerzas; de la moral por la multiplicación de sentimientos; de la intelectual por la multiplicación de ideas: tanto valdría admitir que el progreso es en último resultado una operación aritmética. No reduzcamos la idea del progreso a los estrechos límites de nuestras contiendas actuales, enlazándola con el doloroso tenia de los intereses políticos, o de las formas, de gobierno: el verdadero progreso puede realizarse con todas las formas de gobierno, porque la cuestión no es de formas. Así, pues, no ha de buscarse la realización del progreso ni en la democracia, ni en la libertad, ni en los derechos imprescriptibles, ni en las evaporadas teorías de ciertos filósofos soñadores, ni en los cálculos materiales de otros filósofos utilitarios; el progreso no es ninguno de estos principios, a no empequeñecerlo de una manera deplorable. Los espíritus elevados, los corazones generosos aman y reverencian el progreso como término de un gran destino, y realización de un gran mandato: «Stote perfecti sicut et Pater vester caelestis perfectus est.» Pero el perfeccionamiento que ponderan los optimistas del siglo no es el perfeccionamiento que la humanidad necesita para ser feliz. ¿Qué proponen para resolver el perpetuo problema del progreso? ¿Por ventura multiplicar los manantiales del placer, embriagar a las sociedades en la atmósfera de la molicie y del lujo? Así lo hizo Babilonia, y pereció: el medio es poco original y por demás funesta. ¿Acaso convertir el Estado en una inmensa cátedra, donde todas las opiniones tengan sus defensores y todos los absurdos sus partidarios? Así lo hicieron Alejandría y Grecia y también sucumbieron; el medio es antiguo y desdichado. ¿Será tal vez proclamar a todo trance el reinado de la materia; tener sed de riqueza y aplacarla; querer imposibles y vencerlos; tener más sed y seguir luchando; anhelar dominios y conquistar una tras otra todas las naciones; delirar por la gloria y ceñirse la corona del universo? Alejandro el Grande y César Augusto vieron realizado este sueño, y sus imperios también se hundieron: el medio es pobre y evidentemente desastroso. ¿Querrán en su locura traer a un tiempo sobre las modernas sociedades, todas, absolutamente todas las plagas que en tiempos diversos asolaron a las sociedades antiguas? Bien puede sospecharse al ver cómo cunde el error, cómo brota de los labios el horrible más allá, grito de rebelión en todas las esferas; desde el soberano que lo pronuncia mirando a las fronteras de sus Estados, hasta el seducido labriego que lo murmura mirando con pena el último surco de su labor y el primero de la ajena. Más allá dice el que aprende y quiere enseñar; más allá dice el dirigido y quiere dirigir; más allá dice el que obedece y quiere mandar; más allá dice el artesano y quiere ser clase media; más allá dice la clase media y quieren ser aristocracia: y las ondulaciones crecen y crecen, y se agrandan y amenazan invadirlo todo y envolverlo todo en horrorosa inundación. En tanto, los hombres pensadores y discretos anuncian con dolor de su alma los estragos de esta borrasca moral que asoma en los horizontes de lo porvenir, y la aturdida generación presente les responde: «perdonad, no puedo ocuparme en eso; tengo en construcción millares de kilómetros de ferrocarriles, y muchos navíos, y cañones sin cuento; no puedo detenerme a hablar con vosotros, los que pensáis; voy a todo vapor; voy más allá.»
He aquí el progreso de la materia en todo su apogeo. ¡Triste progreso, que se acaba en el sepulcro! El progreso católico, aceptando todo lo bueno, todo lo útil, todo lo fecundo y saludable de progreso material, guarda para el sepulcro un más allá tan dulce y solemne y augusto, como no lo pronunció jamás la voz de la ambición humana. ¿Por qué no ha de ser explicado y defendido este progreso, que armonizando todos los intereses legítimos, es el único que conduce a la humanidad al término venturoso de su viaje?
En otros tiempos normales eran los teólogos los únicos, puede decirse, a quienes incumbía escribir ciertos libros y sustentar ciertos principios: el clero no falta hoy de su puesto de honor: el venerable Episcopado, sabia y santamente difunde la buena doctrina; pero además es fuerza que considerando la cuestión, no como religiosa tan sólo, sino como científica y social, salgamos también en pro de nuestra madre todos los que nos llamamos hijos de la ciencia, y en pro de la civilización y del derecho, todos los que tenemos una patria que servir y un hogar que proteger.
No somos enemigos de los adelantos modernos, antes los aplaudimos; pero queremos que los adelantos modernos no ahoguen la fe antigua; que el progreso no se convierta en la idolatría de la materia: que haya, en fin, la justa continencia, el modus in rebus, que equidista de todas las exageraciones y de todos los peligros.
Este libro, que no es de partido, ni de escuela, ni engendro de la pasión, ni producto de la industria, tiene por principal objeto combatir errores que nacen del espíritu de soberbia, ahora como nunca impetuoso y audaz, y enemigo irreconciliable del progreso; y antes de llegar al primer capítulo, el autor, no por alarde de humildad, sino a título de escritor leal y honrado, debe hacer una protesta: habrá en estas páginas mucho que corregir y mejorar, como humana y flaca que es la inteligencia que las produce; pues a flaqueza de inteligencia o a defecto en la expresión ha de atribuirse si apareciere algún término inexacto en materia religiosa, no a propósito deliberado; el cual de nada está más lejos que de apartarse un ápice siquiera de la verdad católica, principio fundamental de LA VERDAD DEL PROGRESO.
El autor de este libro se atreve a pedir a todos y cada uno de sus lectores una leve ofrenda de calma y de imparcialidad. Este libro no se escribe ni para halagar ni para herir a escuelas determinadas, y mucho menos a partidos militantes. Tan imperfecto y baladí como es el desempeño de la obra, es grande el sentimiento que la inspira y noble el fin a que se dirige. Si el autor fuera capaz, que no lo es, de levantar un monumento científico y literario, hubiera escogido la materia de este libro para levantar un monumento científico y literario a la diosa Verdad, en un siglo que construye templos de sofismas y tinieblas para la diosa Razón, y alcázares de lodo y sangre para la diosa Fuerza.
No busquemos la fórmula del progreso como Pelletan, en el acrecentamiento de la vida: de la vida física por la multiplicación de fuerzas; de la moral por la multiplicación de sentimientos; de la intelectual por la multiplicación de ideas: tanto valdría admitir que el progreso es en último resultado una operación aritmética. No reduzcamos la idea del progreso a los estrechos límites de nuestras contiendas actuales, enlazándola con el doloroso tenia de los intereses políticos, o de las formas, de gobierno: el verdadero progreso puede realizarse con todas las formas de gobierno, porque la cuestión no es de formas. Así, pues, no ha de buscarse la realización del progreso ni en la democracia, ni en la libertad, ni en los derechos imprescriptibles, ni en las evaporadas teorías de ciertos filósofos soñadores, ni en los cálculos materiales de otros filósofos utilitarios; el progreso no es ninguno de estos principios, a no empequeñecerlo de una manera deplorable. Los espíritus elevados, los corazones generosos aman y reverencian el progreso como término de un gran destino, y realización de un gran mandato: «Stote perfecti sicut et Pater vester caelestis perfectus est.» Pero el perfeccionamiento que ponderan los optimistas del siglo no es el perfeccionamiento que la humanidad necesita para ser feliz. ¿Qué proponen para resolver el perpetuo problema del progreso? ¿Por ventura multiplicar los manantiales del placer, embriagar a las sociedades en la atmósfera de la molicie y del lujo? Así lo hizo Babilonia, y pereció: el medio es poco original y por demás funesta. ¿Acaso convertir el Estado en una inmensa cátedra, donde todas las opiniones tengan sus defensores y todos los absurdos sus partidarios? Así lo hicieron Alejandría y Grecia y también sucumbieron; el medio es antiguo y desdichado. ¿Será tal vez proclamar a todo trance el reinado de la materia; tener sed de riqueza y aplacarla; querer imposibles y vencerlos; tener más sed y seguir luchando; anhelar dominios y conquistar una tras otra todas las naciones; delirar por la gloria y ceñirse la corona del universo? Alejandro el Grande y César Augusto vieron realizado este sueño, y sus imperios también se hundieron: el medio es pobre y evidentemente desastroso. ¿Querrán en su locura traer a un tiempo sobre las modernas sociedades, todas, absolutamente todas las plagas que en tiempos diversos asolaron a las sociedades antiguas? Bien puede sospecharse al ver cómo cunde el error, cómo brota de los labios el horrible más allá, grito de rebelión en todas las esferas; desde el soberano que lo pronuncia mirando a las fronteras de sus Estados, hasta el seducido labriego que lo murmura mirando con pena el último surco de su labor y el primero de la ajena. Más allá dice el que aprende y quiere enseñar; más allá dice el dirigido y quiere dirigir; más allá dice el que obedece y quiere mandar; más allá dice el artesano y quiere ser clase media; más allá dice la clase media y quieren ser aristocracia: y las ondulaciones crecen y crecen, y se agrandan y amenazan invadirlo todo y envolverlo todo en horrorosa inundación. En tanto, los hombres pensadores y discretos anuncian con dolor de su alma los estragos de esta borrasca moral que asoma en los horizontes de lo porvenir, y la aturdida generación presente les responde: «perdonad, no puedo ocuparme en eso; tengo en construcción millares de kilómetros de ferrocarriles, y muchos navíos, y cañones sin cuento; no puedo detenerme a hablar con vosotros, los que pensáis; voy a todo vapor; voy más allá.»
He aquí el progreso de la materia en todo su apogeo. ¡Triste progreso, que se acaba en el sepulcro! El progreso católico, aceptando todo lo bueno, todo lo útil, todo lo fecundo y saludable de progreso material, guarda para el sepulcro un más allá tan dulce y solemne y augusto, como no lo pronunció jamás la voz de la ambición humana. ¿Por qué no ha de ser explicado y defendido este progreso, que armonizando todos los intereses legítimos, es el único que conduce a la humanidad al término venturoso de su viaje?
En otros tiempos normales eran los teólogos los únicos, puede decirse, a quienes incumbía escribir ciertos libros y sustentar ciertos principios: el clero no falta hoy de su puesto de honor: el venerable Episcopado, sabia y santamente difunde la buena doctrina; pero además es fuerza que considerando la cuestión, no como religiosa tan sólo, sino como científica y social, salgamos también en pro de nuestra madre todos los que nos llamamos hijos de la ciencia, y en pro de la civilización y del derecho, todos los que tenemos una patria que servir y un hogar que proteger.
No somos enemigos de los adelantos modernos, antes los aplaudimos; pero queremos que los adelantos modernos no ahoguen la fe antigua; que el progreso no se convierta en la idolatría de la materia: que haya, en fin, la justa continencia, el modus in rebus, que equidista de todas las exageraciones y de todos los peligros.
Este libro, que no es de partido, ni de escuela, ni engendro de la pasión, ni producto de la industria, tiene por principal objeto combatir errores que nacen del espíritu de soberbia, ahora como nunca impetuoso y audaz, y enemigo irreconciliable del progreso; y antes de llegar al primer capítulo, el autor, no por alarde de humildad, sino a título de escritor leal y honrado, debe hacer una protesta: habrá en estas páginas mucho que corregir y mejorar, como humana y flaca que es la inteligencia que las produce; pues a flaqueza de inteligencia o a defecto en la expresión ha de atribuirse si apareciere algún término inexacto en materia religiosa, no a propósito deliberado; el cual de nada está más lejos que de apartarse un ápice siquiera de la verdad católica, principio fundamental de LA VERDAD DEL PROGRESO.
La verdad del progreso
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Autor:
Severo Catalina del Amo
- Código del producto: 672
- Colección: Clásicos de la literatura
- Categoría: Ficción y temas afines, Ficción: general y literaria
- Temática: Ficción clásica: general y literaria
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ISBN:
- 9788497706537 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano