Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great-Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York, y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni menos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel gigantesco barco. Contaba con visitar el norte de América, pero esto era sólo accesorio. El Great-Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. En efecto, el buque de vapor a que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Es más que un barco, es una ciudad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después, de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el importante mar, su indiferencia a las expresadas olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great-Eastern no sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres.
Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great-Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos. pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque; para instalarme desde luego a bordo. El capitán accedió con mucha finura.
Bajé al día siguiente, hacia los fondeaderos que f orman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New-Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y que sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey.
Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un verdadero agujero, propio por su profundidad, para recibir buques del mayor calado, tales como el Great-Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mundo. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembocaduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liverpool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde.
En la cala de New-Prince se estaba calentando un ténder, pequeño barco de vapor dedicado al servicio del Great-Eastern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando estaban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el ténder sus amarras y siguió a gran velocidad la ola ascendente del Mersey.
Apenas había desatracado, reparé en un joven que quedaba en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía arístocrática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció reconocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macelwin era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto La rapidez con que se alejaba el ténder hizo que muy pronto se desvaneciera la impresión producida en mi mente por aquella semejanza.
El Great-Eastern se hallaba anclado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New-Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su imponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bruma. Se nos presentaba de proa, pero el ténder lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Me pareció lo que era: ¡enorme! Tres o cuatro «carboneros» arrimados a él, vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great-Eastern aquellas fragatas.
Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great-Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos. pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque; para instalarme desde luego a bordo. El capitán accedió con mucha finura.
Bajé al día siguiente, hacia los fondeaderos que f orman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New-Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y que sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey.
Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un verdadero agujero, propio por su profundidad, para recibir buques del mayor calado, tales como el Great-Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mundo. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembocaduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liverpool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde.
En la cala de New-Prince se estaba calentando un ténder, pequeño barco de vapor dedicado al servicio del Great-Eastern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando estaban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el ténder sus amarras y siguió a gran velocidad la ola ascendente del Mersey.
Apenas había desatracado, reparé en un joven que quedaba en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía arístocrática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció reconocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macelwin era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto La rapidez con que se alejaba el ténder hizo que muy pronto se desvaneciera la impresión producida en mi mente por aquella semejanza.
El Great-Eastern se hallaba anclado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New-Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su imponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bruma. Se nos presentaba de proa, pero el ténder lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Me pareció lo que era: ¡enorme! Tres o cuatro «carboneros» arrimados a él, vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great-Eastern aquellas fragatas.
Una ciudad flotante
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Autor:
Julio Verne
- Código del producto: 512
- Colección: Ciencia-ficción, terror y fantasía
- Categoría: Calificadores de LENGUA, Ficción y temas afines, Lenguas indoeuropeas, Ficción: general y literaria
- Temática: Ficción clásica: general y literaria, Francés
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ISBN:
- 9788497701822 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano