«¡Santiago y cierra España!»
Este grito de guerra tan proverbial entre los cristianos, cuando se las habían en buena lid con los hijos de Mahoma, dueños a la sazón de gran parte de la caballeresca España, resonaba como un trueno articulado por millares de entusiastas héroes, victoriosos en Guadalajara, Uceda y Almería.
«¡Santiago y a ellos!»
Y a este grito unísono, formidable, eléctrico, aliento de una nación guerrera, contestaba un destemplado alarido de coraje, y la chusma agarena, explotada por la rabia, precipitábase frenética en la refriega, malgastando a veces sus bríos en medio de un arrojo imprudente y ciego.
Entonces solían empeñarse lances sangrientos, choques desesperados, rudos, salvajes, en que un millón de vociferaciones apagaba el fatídico ¡ay! de los moribundos, el estallido de las alabardas moriscas al resbalar sobre las partesanas y adargas de los cristianos, y que formaban, al reflejo del sol y de la luna, un cuadro animado y feroz, cuadro terrible, trazado por relámpagos fosfóricos y fugaces.
Corrían los años 1053 de la Era de gracia.
Hacia esta época habíase publicado por varios emires confederados esa temible cruzada que llamaban los árabes guerra santa; y en las provincias meridionales de España sometidas a su bárbaro imperio, cundían los formidables aprestos marciales que debían sublevar el país y promover el choque decisivo y enérgico de la cruz con la medía luna.
Pero con tan poca suerte por parte de esta, que además de las referidas plazas de Uceda, Guadalajara y Almería, acababa de caer en poder de D. Fernando I la villa de Madrid con sus alquerías y anexidades.
Suponíase también que se trataba de conquistar la imperial Toledo, cosa no muy fácil entonces, por ser el baluarte antemural del islamismo en España, y cuyos formidables recursos de defensa desafiaran a cualquier poder, por colosal que fuese.
En venganza, pues, de tamañas pérdidas que acababan de experimentar, los moros, empeñados siempre con indomable tesón en aquel juego de peligroso desquite, saciaban su coraje haciendo correrías por tierras de los cristianos, talando mieses y campiñas, quemando bosques e incendiando cortijos, después de sacrificar a su furor a todos cuantos tenían la desgracia de caer en sus manos.
Hubo quien, dejándose llevar de un celo imprudente, aconsejase al rey la conquista del reino de Toledo, empezando por la capital; pero el monarca, más cauto y sin dejarse deslumbrar por el brillo de sus repetidas victorias, comprendió que la conquista no debía ser por la fuerza de las armas, sino por medio de arte, cosa imposible, pues siendo el dinero el principal recurso o auxiliar en tales casos, y hallándose exhausto el erario, debía aplazarse la empresa por entonces.
- II -
A reina, que era belicosa en extremo y que poseía en alto grado esa virtud o esa flaqueza que se llama ambición, destinó sus alhajas y joyas para aquella empresa; y astuta y reservada, designó secretamente el instrumento de que iba a valerse en lance tan difícil, con cuyo favorable éxito lisonjeábase allá en su interior, de poder sorprender y avergonzarala vez un día el ánimo de su esposo.
Ese instrumento era un joven hidalgo, llamado Veremundo Moscoso, presunto conde de Altamira, guerrero intrépido que servía a la reina en clase de guarda-mayor, y de cuyo pundonor y fidelidad estaba altamente satisfecha, habiendo recibido repetidas muestras de ello.
Doña Sancha, que tal se llamaba aquella princesa, le llamó reservadamente para comunicarle sus proyectos, y el altivo infanzón, no solo se comprometió a negociar por sí solo el asunto, Dios mediante, y aun a riesgo de su propia vida, sino que además juró por la bendita cruz de su espada ensayar su política en otra plaza fuerte, cuyo resultado debía ser la conquista de ella, sin efusión de sangre.
La varonil mujer le despidió afectuosamente entregándole ciertas joyas de inestimable precio, y una gran cantidad de oro, para que lo emplease todo en el mejor éxito de la empresa.
-¡Ah señora!, exclamó ruborizándose el noble hidalgo, siento en el alma que la pobreza de mi casa me coloque en el triste y vergonzoso compromiso de admitir esta dádiva que se resiste al carácter de un leal y pundonoroso caballero; en cambio, señora, tengo una espada y un nombre sin tacha: este es mi principal patrimonio, y lo pongo a las órdenes de V. A.
-Con ello estoy suficientemente recompensada, replicó la reina con la más cordial efusión, tendiendo la mano, al joven caballero, para impedirle que se arrodillase.
-Id con Dios, prosiguió con una autoridad dulce y majestuosa, y no volváis a mi presencia si no obtenéis las llaves de ambas plazas.
Y con una sonrisa afectuosamente grave lo despidió.
Este grito de guerra tan proverbial entre los cristianos, cuando se las habían en buena lid con los hijos de Mahoma, dueños a la sazón de gran parte de la caballeresca España, resonaba como un trueno articulado por millares de entusiastas héroes, victoriosos en Guadalajara, Uceda y Almería.
«¡Santiago y a ellos!»
Y a este grito unísono, formidable, eléctrico, aliento de una nación guerrera, contestaba un destemplado alarido de coraje, y la chusma agarena, explotada por la rabia, precipitábase frenética en la refriega, malgastando a veces sus bríos en medio de un arrojo imprudente y ciego.
Entonces solían empeñarse lances sangrientos, choques desesperados, rudos, salvajes, en que un millón de vociferaciones apagaba el fatídico ¡ay! de los moribundos, el estallido de las alabardas moriscas al resbalar sobre las partesanas y adargas de los cristianos, y que formaban, al reflejo del sol y de la luna, un cuadro animado y feroz, cuadro terrible, trazado por relámpagos fosfóricos y fugaces.
Corrían los años 1053 de la Era de gracia.
Hacia esta época habíase publicado por varios emires confederados esa temible cruzada que llamaban los árabes guerra santa; y en las provincias meridionales de España sometidas a su bárbaro imperio, cundían los formidables aprestos marciales que debían sublevar el país y promover el choque decisivo y enérgico de la cruz con la medía luna.
Pero con tan poca suerte por parte de esta, que además de las referidas plazas de Uceda, Guadalajara y Almería, acababa de caer en poder de D. Fernando I la villa de Madrid con sus alquerías y anexidades.
Suponíase también que se trataba de conquistar la imperial Toledo, cosa no muy fácil entonces, por ser el baluarte antemural del islamismo en España, y cuyos formidables recursos de defensa desafiaran a cualquier poder, por colosal que fuese.
En venganza, pues, de tamañas pérdidas que acababan de experimentar, los moros, empeñados siempre con indomable tesón en aquel juego de peligroso desquite, saciaban su coraje haciendo correrías por tierras de los cristianos, talando mieses y campiñas, quemando bosques e incendiando cortijos, después de sacrificar a su furor a todos cuantos tenían la desgracia de caer en sus manos.
Hubo quien, dejándose llevar de un celo imprudente, aconsejase al rey la conquista del reino de Toledo, empezando por la capital; pero el monarca, más cauto y sin dejarse deslumbrar por el brillo de sus repetidas victorias, comprendió que la conquista no debía ser por la fuerza de las armas, sino por medio de arte, cosa imposible, pues siendo el dinero el principal recurso o auxiliar en tales casos, y hallándose exhausto el erario, debía aplazarse la empresa por entonces.
- II -
A reina, que era belicosa en extremo y que poseía en alto grado esa virtud o esa flaqueza que se llama ambición, destinó sus alhajas y joyas para aquella empresa; y astuta y reservada, designó secretamente el instrumento de que iba a valerse en lance tan difícil, con cuyo favorable éxito lisonjeábase allá en su interior, de poder sorprender y avergonzarala vez un día el ánimo de su esposo.
Ese instrumento era un joven hidalgo, llamado Veremundo Moscoso, presunto conde de Altamira, guerrero intrépido que servía a la reina en clase de guarda-mayor, y de cuyo pundonor y fidelidad estaba altamente satisfecha, habiendo recibido repetidas muestras de ello.
Doña Sancha, que tal se llamaba aquella princesa, le llamó reservadamente para comunicarle sus proyectos, y el altivo infanzón, no solo se comprometió a negociar por sí solo el asunto, Dios mediante, y aun a riesgo de su propia vida, sino que además juró por la bendita cruz de su espada ensayar su política en otra plaza fuerte, cuyo resultado debía ser la conquista de ella, sin efusión de sangre.
La varonil mujer le despidió afectuosamente entregándole ciertas joyas de inestimable precio, y una gran cantidad de oro, para que lo emplease todo en el mejor éxito de la empresa.
-¡Ah señora!, exclamó ruborizándose el noble hidalgo, siento en el alma que la pobreza de mi casa me coloque en el triste y vergonzoso compromiso de admitir esta dádiva que se resiste al carácter de un leal y pundonoroso caballero; en cambio, señora, tengo una espada y un nombre sin tacha: este es mi principal patrimonio, y lo pongo a las órdenes de V. A.
-Con ello estoy suficientemente recompensada, replicó la reina con la más cordial efusión, tendiendo la mano, al joven caballero, para impedirle que se arrodillase.
-Id con Dios, prosiguió con una autoridad dulce y majestuosa, y no volváis a mi presencia si no obtenéis las llaves de ambas plazas.
Y con una sonrisa afectuosamente grave lo despidió.
La corona de fuego o los subterráneos de las torres de Altamira
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Autor:
José Pastor De La Roca
- Código del producto: 272
- Categoría: Biografías, literatura y estudios literarios, Ficción y temas afines, Textos antiguos, clásicos y medievales
- Temática: Ficción y temas afines, Textos antiguos, clásicos y medievales
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ISBN:
- 9788497705387 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano