• Solos de Clarín
Cuatro palabras a manera de prólogo

Invitado por mi buen amigo D. Leopoldo Alas a escribir unas cuantas páginas a manera de prólogo o introducción a su libro, y deseando vivamente complacerle, preparé mi papel, tomé mi pluma, y pedí inspiración al Dios de los proemios, que numen tutelar deben tener, aunque yo, en este instante, ignore cuál sea. Y bien he menester que a mí descienda, y que me preste un tizón al menos de su sacro fuego, porque es la verdad que, por más que busco, no encuentro idea que valga el trabajo de ser embutida en una frase; ni mi pobre imaginación da muestras de sí, por más que la solicito y la ruego; ni hallo a mi alcance, por más que dirijo afanosamente la vista interna a todos los antros del cerebro, una siquiera de las muchas vulgaridades que el uso tiene almacenadas para necesitados como yo, y empresas como la mía.

Resultado natural y fácil de prever, porque, el caso es de todo en todo nuevo para mi ingenio; la ocasión inverosímil, de puro inesperada; y grande el conflicto, y el apuro mayúsculo: no sólo, aunque esto fuera bastante, por mi ya confesada esterilidad, sino por otras muchas y poderosas razones, que a su tiempo diré, si no es que desde luego las digo; como voy a decirlas, sin poner más prólogo a mi prólogo que las palabas que preceden.

Diré, pues, que esto de ver mi persona, mis actos y mis obras en poder de críticos, cosa es harto vista; y que no fuera novedad, ni nadie por novedad la tendría, y yo menos que nadie, verlas y verlos a todos tres, obras, persona y actos, sin compasión mordidos, y destrozados, y dispersos, y aun insepultos, cuando no aniquilados, y hasta de la memoria de las gentes desvanecidos: todo por obra y gracia de la crítica y de sus mortíferos rayos. Pero ver a un crítico en mi poder, sus escritos bajo mi pluma, sus fazañas pendientes de mi fallo, esto sí que es cosa peregrina, y combinación que a maravilla trasciende; esto sí que asombraría al mundo, dado que el mundo se ocupase de nosotros, y que a mí mismo, que soy el favorecido, me deja indeciso y suspenso.

¿Qué se hace en ocasión semejante?, me pregunto, y no atino con la respuesta: ¡ni cómo dar con ella, revolviendo precedentes de mi vida literaria, si por vez primera me veo en caso tal!

Juzgar yo a un crítico, analizar sus obras, disciplinar, por decirlo así, su palmeta, es invertir los términos, es trastornar las leyes naturales, es algo parecido a las populares aleluyas del mundo al revés, en que pinta la inspiración callejera embarcaciones por los montes, carromatos por los mares, el pollo asando tranquilamente al cocinero y el corderillo clavando aguda cuchilla en la robusta garganta del matachín. Carromato fui que por fuera de camino real avancé como pude, por entre tumbos de gente espantadiza y tropiezos de ceñudos críticos: el asador y el fuego sentí una y otra vez en mi pobre carne; corderillo inocente, en más de una ocasión rasgome las entrañas agudo hierro, aunque jamás por lo visto lograron acabar conmigo: y esto aprendí y de memoria me sé el papel de víctima; pero inexperto en la obra, y espantado casi ante mi propia osadía, me veo, al encontrarme con todo un crítico entre las manos, y al alcance, por ende, de mi enojo.

Óiganme en confesión, y cállenlo luego los que me lean: mi primer impulso fue el de la venganza: ojo por ojo; golpe por golpe; dentellada por mordedura.

Pero vino después la razón, señora tan respetable como fría, y murmuró a mi oído palabras tan razonables como suyas. Que si hay críticos, me dijo, que merecen encontrarse con otros como ellos, los hay también de saber y de conciencia, y que este, que generosa y confiadamente viene a mí, separado y a larga distancia marcha de la rencorosa y atrabiliaria turba. Que mi ensañamiento en su persona, agregó, sería inútil, porque alas tan poderosas tiene, que del mismo altar del sacrificio se me escaparía, dejándome como a Fedra, salvo el sexo, con el crimen sobre la conciencia y sin el placer de haberlo saboreado. Y en suma, añadió para concluir, que no fuera justo aplicar al inocente lo que aun para el culpable repruebo, y hacerme cómplice de ese lamentable afán de ciertos escritores de censurar por afición, morder por gusto y destruir reputaciones por oficio.

Hiciéronme fuerza tales razones, renuncié a la crítica abolida en el código de mi particular justicia, al menos por esta vez, la pena del talión, por natural que sea y gustosa que parezca, y aún me propuse, pasando de uno a otro extremo, hacer alarde de generosidad, y entonar las alabanzas de que es digno el autor del libro, y sus elegantes y profundos trabajos literarios.

Pero pronto hube de renunciar a mi propósito, porque pensé que bien mirado ¿para qué necesita el señor Alas de mis elogios? ¿Ni qué provecho pudiera reportar de ellos? ¿Ni qué habían de aumentar a su buen nombre en la república de las letras unas cuantas encomiásticas frases, por justas que fuesen, que sí lo serían? ¿Quién no conoce a mi buen amigo? ¿Quién no ha oído su clarín de guerra, ya en son de batalla, ya entonando marcha triunfal? ¿Quién no sabe que don Leopoldo Alas es escritor a la vez elegante y profundo, ya severo y preciso, ya agudo y epigramático, y siempre de levantado pensamiento, amante de la ciencia y noble en sus propósitos? Nadie que circule por las plazas o callejuelas de la literatura moderna lo ignora, que en los sitios principales de la ciudad del arte se habrá encontrado, con mi buen amigo; pero si alguien, por acaso, lo ignorase, con repasar el libro que a este prólogo sigue saldría de su reprensible ignorancia y ahorraríase mis noticias y advertencias.

A mi juicio, la serie de críticos que empieza en Larra y concluye en Balart está pidiendo con necesidad y urgencia gente que la continúe y amplíe, y el señor Alas no debe contentarse con menos que con ser uno de los insignes herederos de aquellos insignes críticos.

Todo esto es exacto, y está bien, y no hay quien ose contradecirlo; pero de aquí resulta que mis elogios serían inútiles por sabidos, y por vulgares casi impertinentes, y que sólo servirían para alentar la malicia del público, harto edificado, como ahora se dice, con tantas alabanzas mutuas y tanta sociedad comanditaria como pulula por el campo literario. Y de aquí resulta aún, como forzosa consecuencia, que tampoco por este camino puedo llegar al fin de este mi premioso trabajo.

No puedo censurar: sería injusto.

No puedo alabar: sería impertinente.

¿Qué haré, pues?

Por lo pronto he escrito tres líneas y con esta son cuatro, lo cual no debe despreciarse, sobre todo cuando van tan nutridas de pensamiento como el lector habrá notado.

Pero hay más: ocúrreseme que, a no dudarlo, habría materia para un extenso y hasta majestuoso proemio, si yo me lanzase a disertar sobre crítica literaria y sobre sus fundamentos y preceptos. Pero el problema es grave. Difícil es hacer y hacer bien; pero ¡qué difícil es no juzgar mal!

Para lo primero, basta a veces una buena idea, de esas que casi siempre flotan en la atmósfera como impalpables gérmenes, una mediana cultura y algunos instantes de inspiración. Para lo segundo, ¡qué altas cualidades intelectuales son necesarias!, ¡qué conjunto de opuestas aptitudes!, ¡quién ha podido nunca adivinar el fallo del porvenir en materias de arte!, ¡quién ha podido jamás elevarse sobre las pasiones, las preocupaciones o los caprichos del momento!, ¡quién puede ver con luces que han de encenderse dentro de tres siglos!

En suma, cuanto más lo pienso, más y más me afirmo en que no debo ocuparme aquí ni de la crítica ni de sus reglas ni de sus desarreglos.

Y con este último descalabro doy por insuperable la empresa, me declaro solemnemente vencido y renuncio a escribir cosa formal con motivo y pretexto de este prólogo.

Mandaré, pues, a mi buen amigo estas insulsas cuartillas; daranle muestra de mi buen deseo y de mi mala suerte: si como ejemplo de humildad cristiana quiere darles entrada en su libro, entren en buen hora, pero déjelas en la antesala, o en la escalera, si no en el zaguán, que es lo más que merecen: si malas le parecieran, que prueba daría de buen criterio con ello, ciérreles la puerta y déjelas sin compasión en el arroyo, que allí se quedarán, porque yo no he de recogerlas.

Y basta con esto y aun sobra todo lo escrito.

Buena suerte al libro; mala pena de olvido al prólogo, y larga vida y todo género de prosperidades para sus autores, dicho sea sin mira interesada.


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Solos de Clarín

  • Autor:
    Leopoldo Alas Clarín

  • Código del producto: 270
  • Colección: Clásicos de la literatura
  • Categoría: Biografías, literatura y estudios literarios, Ficción y temas afines, Textos antiguos, clásicos y medievales
  • Temática: Ficción y temas afines, Textos antiguos, clásicos y medievales
  • ISBN:
  • Idioma: Español / Castellano