El 16 de Octubre de aquel año (y los lectores del libro precedente saben muy bien qué año era) fue un día que la historia no puede clasificar entre los desgraciados ni tampoco entre los felices, por haber ocurrido en él, juntamente con sucesos prósperos de esos que traen regocijo y bienestar a las naciones, otros muy lamentables que de seguro habrían afligido a todo el género humano si este hubiera tenido noticia de ellos.
No sabemos, pues, si batir palmas y cantar victoria o llorar a lágrima viva, porque si bien es cierto que en aquel día terminó para siempre el aborrecido poder de Calomarde, también lo es que nuestro buen amigo D. Benigno padeció un accidente que puso en gran peligro su preciosa existencia. Cómo sucedió esto es cosa que no se sabe a punto fijo. Unos dicen que fue al subir al coche para marchar a Riofrío en expedición de recreo; otros que la causa del percance fue un resbalón dado con muy mala fortuna en día lluvioso, y Pipaón, que es buen testimonio para todo lo que se refiere a la residencia del héroe de Boteros en la Granja, asegura que cuando este supo la caída de Calomarde y la elevación de D. José Cafranga a la poltrona de Gracia y Justicia, dio tan fuerte brinco y manifestó su alegría en formas tan parecidas a las del arte de los volatineros, que perdiendo el equilibrio y cayendo con pesadez y estrépito se rompió una pierna. Pero no, no admitamos esta versión que empequeñece a nuestro héroe haciéndole casquivano y pueril. El vuelco de un detestable coche que iba a Segovia cuando había personas que consentían en descalabrarse por ver un acueducto romano, una catedral gótica y un alcázar arabesco, fue lo que puso a nuestro amigo en estado de perecer. Y gracias que no hubo más percance que la pierna rota, el cual fue en tan buenas condiciones y por tan buena parte, al decir de los médicos, que el paciente debía estar muy satisfecho y alabar la misericordia de Dios.
-Como todo es relativo en el mundo -decía Cordero en su lecho, cuando se convenció de que su curación sería pronta y segura-, romperse una pierna sola es mejor que romperse las dos, y así, Sr. de Monsalud, yo estoy contentísimo, mayormente viendo que el pesado negocio que me trajo a la Granja está ya resuelto, y que gracias a mi amigo el gran D. José de Cafranga (que mil años viva) no tendré más cuestiones con el hipogrifo, de D. Pedro Abarca (a quien vea yo sin hueso sano). Dígame usted, amigo, ¿ha observado usted que en este mundo pícaro, cien veces pícaro, no hay alegría que no venga contrapesada con un dolor, ni dulzura que no traiga su acíbar? Pues bien: todo no ha de ser malo. El contento que yo he tenido ¿no vale una pierna? ¿Qué significa un hueso roto de fácil soldadura, en comparación de las más puras satisfacciones del alma? Vengan averías de este jaez y cáigame yo, aunque sea de lo alto del acueducto, con tal que en proporción de los chichones y de las fracturas sean los gustos del espíritu y los regocijos del corazón.
De esta manera un poco artificiosa y sutil se consolaba, y así, mientras duró su enfermedad, apenas perdió el buen humor ni la paz y dulzura de su condición sin igual. Deparole el cielo excelente compañía en Salvador Monsalud, que, a pesar de haber despachado también satisfactoriamente sus asuntos, no quiso salir de la Granja dejando solo y postrado en la cama a su honrado amigo. La corte se marchó, los cortesanos siguieron a la corte, el Real Sitio se quedó desierto, calladas las fuentes, desiertas las alamedas. Empezaron a despojarse de su follaje los árboles; enfriose el aire al compás del solemne y tristísimo crecimiento de las noches; soplaron céfiros asesinos, precursores de aguaceros y tormentas; los remolinos de hojas secas corrían por el suelo húmedo murmurando tristezas, y sobre todo derramaron llanto sin fin las nubes pardas, en tal manera que no parecía sino que en la superficie de la tierra había algo que debía ser para siempre borrado.
Solos en su alojamiento, mal acompañados de una mediana lumbre, D. Benigno y su amigo pasaban los días. El enfermo, aunque postrado y sin movimiento, estaba casi siempre menos triste que el sano. Este, centinela en un sillón frente al hogar, reanimaba el fuego cuando se iba extinguiendo, y D. Benigno hacía revivir la conversación moribunda cuando Salvador la dejaba apagar con sus monosílabos o con su silencio.
El tema más amado y más favorecido de Cordero era su familia, y no pasaba una hora sin que dijese: «¡qué hará en este momento el tunante de Juanillo Jacobo!» o bien: «¿habrá comprendido Sola, a pesar de mis precauciones, que me ha pasado desgracia?». Debe advertirse que nuestro buen señor había puesto singular empeño en que sus queridos hijos, su hermana y su amiga no se enterasen del triste motivo que en San Ildefonso le detenía, y por esto sus cartas todas parecían novelas, según las invenciones y mentiras de que iban llenas. Unas decían: «Esperadme ocho días más, porque si bien nuestro asunto está terminado, no quiero marcharme sin hacer una pequeña contrata de pinos, pues desde aquí oigo los gritos de la casa de los Cigarrales pidiéndome que la ensanche». Más adelante escribía: «Con estos malditos temporales no hay carricoche que se atreva con las Siete Revueltas», y una semana después se disculpaba así: «Un excelente amigo, que vive en la misma posada, ha caído en cama con tan fuerte pulmonía que no me es posible abandonarle en este solitario pueblo. Esperadme unos pocos días y rogad a Dios por el enfermo».
Así les engañaba, dando tiempo al tiempo, hasta que llegara el de la soldadura del hueso, la cual venía con la tardanza que es natural, impacientando tanto al buen hombre que a ratos no podía contener su impaciencia y daba puñadas sobre la cama diciendo: «Esto no se puede aguantar. Soldada o sin soldar, señora pierna, usted tendrá que ponerse en polvorosa para Madrid la semana que viene».
Salvador no se apartaba de su amigo ni de noche ni de día. Unas veces hablaban de política, empezando D. Benigno de este modo: «¿Cree usted que ese pobre Sr. Zea tendrá buena mano para el timón de la nave del Estado?».
La enojosa permanencia y quietud en el lecho le ocasionaba insomnios frecuentes, cuando no letargos breves y febriles, acompañados de pesadillas o alucinaciones. A veces despertaba de súbito bañado en sudor, y exclamaba pasándose la mano por los ojos: -Jesús me valga y la Santa Virgen del Sagrario, ¡qué sueño he tenido! Me parecía estar viendo a Juanillo Jacobo rodando por un precipicio negro, mientras la pobre Sola, atada por los cabellos a la cola de un brioso caballo... No lo quiero contar porque me parece que lo veo otra vez... ¡Cuándo volveré a vuestro lado, queridos de mi corazón, para que con el placer de veros se acabe el suplicio de soñaros!
Una noche observó Salvador que daba el enfermo un gran suspiro, y despertando acongojadísimo parecía reconocer la realidad de las cosas, medio seguro de espantar las embusteras percepciones del sueño.
-Es todo mentira, Sr. D. Benigno -le dijo Monsalud riendo-. Ánimo.
-¡Ay, Dios mío! ¡qué sueño! -exclamó el de Boteros-. Todavía me duran la angustia y el mortal frío que sentí. Figúrese usted, señor mío, que me acercaba a mi casa de los Cigarrales, y la visión era tan perfecta que todo estaba delante de mí claro, vivo, verdadero. Una soledad tristísima envolvía mi finca. Ni mis hijos, ni mis criados aparecían por ninguna parte... Me acerco más, miro a las ventanas y las ventanas me miran con ceño. De pronto veo que aparece Sola por la puerta de la huerta; doy un paso hacia ella, me mira con semblante frío, serio como el de una estatua, mueve su cabeza como diciendo no, no. Luego, señor D. Salvador, me dice adiós con la mano derecha, y se aleja, huye, desaparece, se disipa como una sombra entre los almendros... Me quedo yerto, miro a mi casa y mi casa... créalo usted... se echa a reír... yo no sé cómo era esto; pero lo cierto es que ella se reía, se reía...
-Y ahora nos reímos nosotros.
-¡Bendito sea Dios! ¿qué será esto del soñar? ¿Anunciarán los sueños realidades? ¿Estas horribles mentiras traerán consigo algo que con la misma verdad se relacione? Ello es que la pobre Sola no se aparta de esta cabeza a ninguna hora de la noche ni del día... Que será feliz rasándome con ella es indudable; que ella lo será también no hay para qué decirlo... Pienso muchas veces si el Señor habrá decidido que yo me muera antes de que pueda realizar mi deseo, al cual va unido el mayor beneficio que se puede hacer a una huérfana pobre y sin amparo. ¿Qué sería entonces de esa infeliz?...
No sabemos, pues, si batir palmas y cantar victoria o llorar a lágrima viva, porque si bien es cierto que en aquel día terminó para siempre el aborrecido poder de Calomarde, también lo es que nuestro buen amigo D. Benigno padeció un accidente que puso en gran peligro su preciosa existencia. Cómo sucedió esto es cosa que no se sabe a punto fijo. Unos dicen que fue al subir al coche para marchar a Riofrío en expedición de recreo; otros que la causa del percance fue un resbalón dado con muy mala fortuna en día lluvioso, y Pipaón, que es buen testimonio para todo lo que se refiere a la residencia del héroe de Boteros en la Granja, asegura que cuando este supo la caída de Calomarde y la elevación de D. José Cafranga a la poltrona de Gracia y Justicia, dio tan fuerte brinco y manifestó su alegría en formas tan parecidas a las del arte de los volatineros, que perdiendo el equilibrio y cayendo con pesadez y estrépito se rompió una pierna. Pero no, no admitamos esta versión que empequeñece a nuestro héroe haciéndole casquivano y pueril. El vuelco de un detestable coche que iba a Segovia cuando había personas que consentían en descalabrarse por ver un acueducto romano, una catedral gótica y un alcázar arabesco, fue lo que puso a nuestro amigo en estado de perecer. Y gracias que no hubo más percance que la pierna rota, el cual fue en tan buenas condiciones y por tan buena parte, al decir de los médicos, que el paciente debía estar muy satisfecho y alabar la misericordia de Dios.
-Como todo es relativo en el mundo -decía Cordero en su lecho, cuando se convenció de que su curación sería pronta y segura-, romperse una pierna sola es mejor que romperse las dos, y así, Sr. de Monsalud, yo estoy contentísimo, mayormente viendo que el pesado negocio que me trajo a la Granja está ya resuelto, y que gracias a mi amigo el gran D. José de Cafranga (que mil años viva) no tendré más cuestiones con el hipogrifo, de D. Pedro Abarca (a quien vea yo sin hueso sano). Dígame usted, amigo, ¿ha observado usted que en este mundo pícaro, cien veces pícaro, no hay alegría que no venga contrapesada con un dolor, ni dulzura que no traiga su acíbar? Pues bien: todo no ha de ser malo. El contento que yo he tenido ¿no vale una pierna? ¿Qué significa un hueso roto de fácil soldadura, en comparación de las más puras satisfacciones del alma? Vengan averías de este jaez y cáigame yo, aunque sea de lo alto del acueducto, con tal que en proporción de los chichones y de las fracturas sean los gustos del espíritu y los regocijos del corazón.
De esta manera un poco artificiosa y sutil se consolaba, y así, mientras duró su enfermedad, apenas perdió el buen humor ni la paz y dulzura de su condición sin igual. Deparole el cielo excelente compañía en Salvador Monsalud, que, a pesar de haber despachado también satisfactoriamente sus asuntos, no quiso salir de la Granja dejando solo y postrado en la cama a su honrado amigo. La corte se marchó, los cortesanos siguieron a la corte, el Real Sitio se quedó desierto, calladas las fuentes, desiertas las alamedas. Empezaron a despojarse de su follaje los árboles; enfriose el aire al compás del solemne y tristísimo crecimiento de las noches; soplaron céfiros asesinos, precursores de aguaceros y tormentas; los remolinos de hojas secas corrían por el suelo húmedo murmurando tristezas, y sobre todo derramaron llanto sin fin las nubes pardas, en tal manera que no parecía sino que en la superficie de la tierra había algo que debía ser para siempre borrado.
Solos en su alojamiento, mal acompañados de una mediana lumbre, D. Benigno y su amigo pasaban los días. El enfermo, aunque postrado y sin movimiento, estaba casi siempre menos triste que el sano. Este, centinela en un sillón frente al hogar, reanimaba el fuego cuando se iba extinguiendo, y D. Benigno hacía revivir la conversación moribunda cuando Salvador la dejaba apagar con sus monosílabos o con su silencio.
El tema más amado y más favorecido de Cordero era su familia, y no pasaba una hora sin que dijese: «¡qué hará en este momento el tunante de Juanillo Jacobo!» o bien: «¿habrá comprendido Sola, a pesar de mis precauciones, que me ha pasado desgracia?». Debe advertirse que nuestro buen señor había puesto singular empeño en que sus queridos hijos, su hermana y su amiga no se enterasen del triste motivo que en San Ildefonso le detenía, y por esto sus cartas todas parecían novelas, según las invenciones y mentiras de que iban llenas. Unas decían: «Esperadme ocho días más, porque si bien nuestro asunto está terminado, no quiero marcharme sin hacer una pequeña contrata de pinos, pues desde aquí oigo los gritos de la casa de los Cigarrales pidiéndome que la ensanche». Más adelante escribía: «Con estos malditos temporales no hay carricoche que se atreva con las Siete Revueltas», y una semana después se disculpaba así: «Un excelente amigo, que vive en la misma posada, ha caído en cama con tan fuerte pulmonía que no me es posible abandonarle en este solitario pueblo. Esperadme unos pocos días y rogad a Dios por el enfermo».
Así les engañaba, dando tiempo al tiempo, hasta que llegara el de la soldadura del hueso, la cual venía con la tardanza que es natural, impacientando tanto al buen hombre que a ratos no podía contener su impaciencia y daba puñadas sobre la cama diciendo: «Esto no se puede aguantar. Soldada o sin soldar, señora pierna, usted tendrá que ponerse en polvorosa para Madrid la semana que viene».
Salvador no se apartaba de su amigo ni de noche ni de día. Unas veces hablaban de política, empezando D. Benigno de este modo: «¿Cree usted que ese pobre Sr. Zea tendrá buena mano para el timón de la nave del Estado?».
La enojosa permanencia y quietud en el lecho le ocasionaba insomnios frecuentes, cuando no letargos breves y febriles, acompañados de pesadillas o alucinaciones. A veces despertaba de súbito bañado en sudor, y exclamaba pasándose la mano por los ojos: -Jesús me valga y la Santa Virgen del Sagrario, ¡qué sueño he tenido! Me parecía estar viendo a Juanillo Jacobo rodando por un precipicio negro, mientras la pobre Sola, atada por los cabellos a la cola de un brioso caballo... No lo quiero contar porque me parece que lo veo otra vez... ¡Cuándo volveré a vuestro lado, queridos de mi corazón, para que con el placer de veros se acabe el suplicio de soñaros!
Una noche observó Salvador que daba el enfermo un gran suspiro, y despertando acongojadísimo parecía reconocer la realidad de las cosas, medio seguro de espantar las embusteras percepciones del sueño.
-Es todo mentira, Sr. D. Benigno -le dijo Monsalud riendo-. Ánimo.
-¡Ay, Dios mío! ¡qué sueño! -exclamó el de Boteros-. Todavía me duran la angustia y el mortal frío que sentí. Figúrese usted, señor mío, que me acercaba a mi casa de los Cigarrales, y la visión era tan perfecta que todo estaba delante de mí claro, vivo, verdadero. Una soledad tristísima envolvía mi finca. Ni mis hijos, ni mis criados aparecían por ninguna parte... Me acerco más, miro a las ventanas y las ventanas me miran con ceño. De pronto veo que aparece Sola por la puerta de la huerta; doy un paso hacia ella, me mira con semblante frío, serio como el de una estatua, mueve su cabeza como diciendo no, no. Luego, señor D. Salvador, me dice adiós con la mano derecha, y se aleja, huye, desaparece, se disipa como una sombra entre los almendros... Me quedo yerto, miro a mi casa y mi casa... créalo usted... se echa a reír... yo no sé cómo era esto; pero lo cierto es que ella se reía, se reía...
-Y ahora nos reímos nosotros.
-¡Bendito sea Dios! ¿qué será esto del soñar? ¿Anunciarán los sueños realidades? ¿Estas horribles mentiras traerán consigo algo que con la misma verdad se relacione? Ello es que la pobre Sola no se aparta de esta cabeza a ninguna hora de la noche ni del día... Que será feliz rasándome con ella es indudable; que ella lo será también no hay para qué decirlo... Pienso muchas veces si el Señor habrá decidido que yo me muera antes de que pueda realizar mi deseo, al cual va unido el mayor beneficio que se puede hacer a una huérfana pobre y sin amparo. ¿Qué sería entonces de esa infeliz?...
Un faccioso más y algunos frailes menos
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Autor:
Benito Pérez Galdós
- Código del producto: 296
- Colección: Episodios Nacionales
- Categoría: Biografías, literatura y estudios literarios, Ficción y temas afines, Textos antiguos, clásicos y medievales, Ficción de aventuras/acción
- Temática: Aventura histórica, Textos antiguos, clásicos y medievales
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ISBN:
- 9788497704939 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano