- I -
El caballero M. Des Arcis, oficial de caballería, se había retirado del ejército el año 1760. Aunque todavía joven, y aunque su fortuna le permitía presentarse ventajosamente en la corte, había dejado voluntariamente la vida de soltero y los placeres de París retirándose a una hermosa finca cerca de Mans. Una vez allí, al poco tiempo, la soledad, que en un principio le había sido agradable, le pareció enojosa. Comprendió lo difícil que le era romper de pronto con las costumbres de su juventud. No se arrepentía de haber abandonado el mundo; pero no pudiendo decidirse a vivir solo, resolvió casarse, si le era posible hallar una mujer que participase de su inclinación a la vida tranquila y sedentaria que había decidido llevar.
No quería una mujer hermosa, pero tampoco la quería fea; deseaba que fuese instruida e inteligente, pero sencilla; lo que buscaba sobre todo era la alegría y la bondad de carácter, cosas que consideraba cualidades esenciales de toda mujer.
Le agradó la hija de un negociante retirado que vivía cerca de allí, y como el caballero no dependía de nadie, no reparó en la distancia que mediaba entre un gentilhombre y la hija de un comerciante.
Hizo la petición a la familia, que fue acogida inmediatamente. Tuvieron relaciones durante algunos meses y se verificó el matrimonio.
Jamás comenzó una alianza bajo mejores ni más felices auspicios. A medida que iba conociendo a su mujer, el caballero descubría en ella una inalterable dulzura de carácter y otras nuevas cualidades. Ella por su parte se prendó de su marido con cariño extremado. No vivía más que para él; no pensaba más que en complacerle, y lejos de recordar los placeres de su edad, que por él sacrificaba, sólo deseaba que toda su vida pudiera deslizarse en aquella soledad que de día en día le era más querida.
La cual soledad no era completa, sin embargo. Algunos viajes a la ciudad y las visitas periódicas de algunos amigos los distraían de vez en cuando. El caballero no rehusaba ver con frecuencia a los padres de su mujer, de manera que a ella le parecía no haber abandonado la casa paterna. Si salía de los brazos de su marido era para encontrarse en los de su madre, gozando así de un favor que la Providencia concede a muy pocos, ya que es muy raro que una nueva felicidad no destruya una felicidad antigua.
Monsieur Des Arcis no era menos dulce y bondadoso que su mujer; pero las pasiones de su juventud y su experiencia del mundo dábanle a veces melancolía. Cecilia -así se llamaba madame Des Arcis- respetaba religiosamente sus momentos de tristeza. Aunque por su parte nunca había reflexionado en ello, el corazón le advertía espontáneamente que no debía preocuparse por aquellas ligeras nubes que todo lo destruyen si se les da importancia y que nada son dejándolas pasar.
La familia de Cecilia eran unas buenas gentes, comerciantes enriquecidos por el trabajo, cuya vejez estaba, por decirlo así, en una fiesta perpetua. El caballero gustaba de aquella alegría en el descanso, conquistada antes con tantos trabajos, y espontáneamente tomaba parte en ella. Cansado de las costumbres de Versalles y hasta de las cenas en casa de mademoiselle Quinault, le divertían aquellas maneras, un poco ruidosas pero francas y nuevas para él. Cecilia tenía un tío, persona excelente y mejor convidado aun, que se llamaba Giraud. Había sido maestro de obras y se había hecho arquitecto poco a poco; con lo cual consiguió reunir unas veinte mil libras de renta. La casa del caballero era muy de su gusto, y en ella siempre le recibían bien, aunque algunas veces llegase cubierto de polvo y de yeso: pues a pesar de sus años y de sus veinte mil libras no podía por menos de seguir encaramándose a los andamios y de manejar la paleta. Como hubiese bebido algunas copas de champagne, era inevitable que había de perorar a la hora de los postres:
El caballero M. Des Arcis, oficial de caballería, se había retirado del ejército el año 1760. Aunque todavía joven, y aunque su fortuna le permitía presentarse ventajosamente en la corte, había dejado voluntariamente la vida de soltero y los placeres de París retirándose a una hermosa finca cerca de Mans. Una vez allí, al poco tiempo, la soledad, que en un principio le había sido agradable, le pareció enojosa. Comprendió lo difícil que le era romper de pronto con las costumbres de su juventud. No se arrepentía de haber abandonado el mundo; pero no pudiendo decidirse a vivir solo, resolvió casarse, si le era posible hallar una mujer que participase de su inclinación a la vida tranquila y sedentaria que había decidido llevar.
No quería una mujer hermosa, pero tampoco la quería fea; deseaba que fuese instruida e inteligente, pero sencilla; lo que buscaba sobre todo era la alegría y la bondad de carácter, cosas que consideraba cualidades esenciales de toda mujer.
Le agradó la hija de un negociante retirado que vivía cerca de allí, y como el caballero no dependía de nadie, no reparó en la distancia que mediaba entre un gentilhombre y la hija de un comerciante.
Hizo la petición a la familia, que fue acogida inmediatamente. Tuvieron relaciones durante algunos meses y se verificó el matrimonio.
Jamás comenzó una alianza bajo mejores ni más felices auspicios. A medida que iba conociendo a su mujer, el caballero descubría en ella una inalterable dulzura de carácter y otras nuevas cualidades. Ella por su parte se prendó de su marido con cariño extremado. No vivía más que para él; no pensaba más que en complacerle, y lejos de recordar los placeres de su edad, que por él sacrificaba, sólo deseaba que toda su vida pudiera deslizarse en aquella soledad que de día en día le era más querida.
La cual soledad no era completa, sin embargo. Algunos viajes a la ciudad y las visitas periódicas de algunos amigos los distraían de vez en cuando. El caballero no rehusaba ver con frecuencia a los padres de su mujer, de manera que a ella le parecía no haber abandonado la casa paterna. Si salía de los brazos de su marido era para encontrarse en los de su madre, gozando así de un favor que la Providencia concede a muy pocos, ya que es muy raro que una nueva felicidad no destruya una felicidad antigua.
Monsieur Des Arcis no era menos dulce y bondadoso que su mujer; pero las pasiones de su juventud y su experiencia del mundo dábanle a veces melancolía. Cecilia -así se llamaba madame Des Arcis- respetaba religiosamente sus momentos de tristeza. Aunque por su parte nunca había reflexionado en ello, el corazón le advertía espontáneamente que no debía preocuparse por aquellas ligeras nubes que todo lo destruyen si se les da importancia y que nada son dejándolas pasar.
La familia de Cecilia eran unas buenas gentes, comerciantes enriquecidos por el trabajo, cuya vejez estaba, por decirlo así, en una fiesta perpetua. El caballero gustaba de aquella alegría en el descanso, conquistada antes con tantos trabajos, y espontáneamente tomaba parte en ella. Cansado de las costumbres de Versalles y hasta de las cenas en casa de mademoiselle Quinault, le divertían aquellas maneras, un poco ruidosas pero francas y nuevas para él. Cecilia tenía un tío, persona excelente y mejor convidado aun, que se llamaba Giraud. Había sido maestro de obras y se había hecho arquitecto poco a poco; con lo cual consiguió reunir unas veinte mil libras de renta. La casa del caballero era muy de su gusto, y en ella siempre le recibían bien, aunque algunas veces llegase cubierto de polvo y de yeso: pues a pesar de sus años y de sus veinte mil libras no podía por menos de seguir encaramándose a los andamios y de manejar la paleta. Como hubiese bebido algunas copas de champagne, era inevitable que había de perorar a la hora de los postres:
Pedro y Camila
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Autor:
Alfred De Musset
- Código del producto: 796
- Colección: Novela romántica
- Categoría: Ficción y temas afines, Fantasía
- Temática: Fantasía romántica
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ISBN:
- 9788497702683 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano