A eso de la una de la madrugada regresó a su gabinete de trabajo, despidió al criado que había encendido las velas. Y sentándose en una butaca junto al fuego, cubrióse el rostro con ambas manos.
Nunca había sentido tal desfallecimiento físico y moral. Había pasado la velada con amables damas e inteligentes caballeros. Muchas de aquellas damas eran bonitas; la mayor parte de los caballeros distinguíanse por el talento y el ingenio; él mismo se había mostrado en la conversación interlocutor agradable y hasta brillante... y a pesar de todo eso, nunca se había encontrado tan irresistiblemente acometido y opreso por aquel taedium vitae de que hablaban ya los antiguos romanos.
Si hubiese sido más joven, hubiera llorado de fastidio, de angustia y de enervamiento; un amargor corrosivo y urente, como el del ajenjo, llenaba su alma entera; cierto no sé qué denso, helado, tétrico, le envolvía por todas partes como una oscura noche, y no sabía cómo desembarazarse de esa oscuridad, de ese amargor. Era inútil recurrir al sueño, presentía que el sueño no iba a venir en su auxilio.
Insensiblemente se sumió en largas y lentas reflexiones, deshilvanadas y tristes.
Meditó acerca de lo vano, inútil y vulgarmente embustero de las cosas humanas. Todas las épocas de la vida -acababa de cumplir cincuenta y dos años- desfilaron unas en pos de otras ante los ojos de su pensamiento, y ninguna de ellas encontró gracia delante de él. ¡Agitarse siempre en el vacío y la nada, andar siempre dando tajos y mandobles al aire, siempre embelesarse medio cándida, medio conscientemente con el señuelo de vanas quimeras! "Poco importa lo que contenta a un niño, con tal de que no llore", dice un proverbio ruso. Luego, de pronto, cual nieve que nos cae en la cabeza, ver llegar la vejez y con ella su compañero, el temor a la muerte, ese temor que nos zapa y nos roe sin cesar...; después, por último, ¡el chapuzón en el abismo! ¡Y aun dichoso si transcurre así la vida! Porque más de una vez, antes del fin, como la herrumbre ataca al hierro, llegan los achaques y el sufrimiento...
La vida no se le aparecía como ese mar de olas tumultuosas que describen los poetas; se la representaba llana como un espejo, inmóvil, transparente hasta en sus más oscuras profundidades; sentado él en una barquichuela vacilante, y abajo, en el fondo del abismo oscuro y fangoso, entreveía vagamente, a semejanza de peces enormes, formas monstruosas: eran todas las miserias de la vida, enfermedades, pesares, demencia, ceguera, pobreza... Y ante su vista sale de las tinieblas uno de esos monstruos; sube, sube sin cesar; se hace cada vez más visible, cada vez más horriblemente distinto...
Un momento más, y, levantada por el lomo del monstruo, va a zozobrar la barca. Pero de nuevo parece hacerse más vaga la forma, desciende el monstruo, se vuelve al fondo y se queda allí tendido, agitando apenas su oscura cola... Sin embargo, tiene que venir el día fatal en que se tumbe la barca.
Sacudió la cabeza, levantóse de un salto de la butaca, dio un par de vueltas por la estancia y tomó asiento detrás de la mesa de escritorio; después, abriendo uno tras otro todos los cajones, se puso a revolver papeles, cartas antiguas, la mayor parte cartas de mujeres. Él mismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba ninguna cosa. Su único objeto era librarse, por medio de cualquier ocupación, de los pensamientos, que le perseguían como una pesadilla.
Desdobló al acaso algunas cartas. Una de ellas contenía una flor seca, rodeada por una cinta ajada.
Se encogió de hombros, echó un vistazo a la chimenea y puso aparte las cartas, como si se hubiese dispuesto a entregar a las llamas esas inútiles reliquias.
Nunca había sentido tal desfallecimiento físico y moral. Había pasado la velada con amables damas e inteligentes caballeros. Muchas de aquellas damas eran bonitas; la mayor parte de los caballeros distinguíanse por el talento y el ingenio; él mismo se había mostrado en la conversación interlocutor agradable y hasta brillante... y a pesar de todo eso, nunca se había encontrado tan irresistiblemente acometido y opreso por aquel taedium vitae de que hablaban ya los antiguos romanos.
Si hubiese sido más joven, hubiera llorado de fastidio, de angustia y de enervamiento; un amargor corrosivo y urente, como el del ajenjo, llenaba su alma entera; cierto no sé qué denso, helado, tétrico, le envolvía por todas partes como una oscura noche, y no sabía cómo desembarazarse de esa oscuridad, de ese amargor. Era inútil recurrir al sueño, presentía que el sueño no iba a venir en su auxilio.
Insensiblemente se sumió en largas y lentas reflexiones, deshilvanadas y tristes.
Meditó acerca de lo vano, inútil y vulgarmente embustero de las cosas humanas. Todas las épocas de la vida -acababa de cumplir cincuenta y dos años- desfilaron unas en pos de otras ante los ojos de su pensamiento, y ninguna de ellas encontró gracia delante de él. ¡Agitarse siempre en el vacío y la nada, andar siempre dando tajos y mandobles al aire, siempre embelesarse medio cándida, medio conscientemente con el señuelo de vanas quimeras! "Poco importa lo que contenta a un niño, con tal de que no llore", dice un proverbio ruso. Luego, de pronto, cual nieve que nos cae en la cabeza, ver llegar la vejez y con ella su compañero, el temor a la muerte, ese temor que nos zapa y nos roe sin cesar...; después, por último, ¡el chapuzón en el abismo! ¡Y aun dichoso si transcurre así la vida! Porque más de una vez, antes del fin, como la herrumbre ataca al hierro, llegan los achaques y el sufrimiento...
La vida no se le aparecía como ese mar de olas tumultuosas que describen los poetas; se la representaba llana como un espejo, inmóvil, transparente hasta en sus más oscuras profundidades; sentado él en una barquichuela vacilante, y abajo, en el fondo del abismo oscuro y fangoso, entreveía vagamente, a semejanza de peces enormes, formas monstruosas: eran todas las miserias de la vida, enfermedades, pesares, demencia, ceguera, pobreza... Y ante su vista sale de las tinieblas uno de esos monstruos; sube, sube sin cesar; se hace cada vez más visible, cada vez más horriblemente distinto...
Un momento más, y, levantada por el lomo del monstruo, va a zozobrar la barca. Pero de nuevo parece hacerse más vaga la forma, desciende el monstruo, se vuelve al fondo y se queda allí tendido, agitando apenas su oscura cola... Sin embargo, tiene que venir el día fatal en que se tumbe la barca.
Sacudió la cabeza, levantóse de un salto de la butaca, dio un par de vueltas por la estancia y tomó asiento detrás de la mesa de escritorio; después, abriendo uno tras otro todos los cajones, se puso a revolver papeles, cartas antiguas, la mayor parte cartas de mujeres. Él mismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba ninguna cosa. Su único objeto era librarse, por medio de cualquier ocupación, de los pensamientos, que le perseguían como una pesadilla.
Desdobló al acaso algunas cartas. Una de ellas contenía una flor seca, rodeada por una cinta ajada.
Se encogió de hombros, echó un vistazo a la chimenea y puso aparte las cartas, como si se hubiese dispuesto a entregar a las llamas esas inútiles reliquias.
Aguas primaverales
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Autor:
Iván Turguenev
- Código del producto: 521
- Colección: Clásicos de la literatura
- Categoría: Calificadores de LENGUA, Ficción y temas afines, Lenguas indoeuropeas, Ficción: general y literaria
- Temática: Ficción clásica: general y literaria, Ruso
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ISBN:
- 9788497701235 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano