Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó: -¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre! No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio del fin.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona más importante. Era una señora encantadora, de mentalidad romántica y dulce boca burlona. Su mentalidad romántica era como esas cajitas, procedentes del misterioso Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno descubra siempre hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo conseguir, aunque allí estaba, bien visible en la comisura derecha.
Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían sido muchachos cuando ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que estaban enamorados de ella y todos corrieron a su casa para declararse, salvo el señor Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió. Lo consiguió todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con el tiempo renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría haberlo conseguido, pero yo me lo imagino intentándolo y luego marchándose furioso, dando un portazo.
El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo quería, sino que lo respetaba.
Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo acerca de las acciones y las cotizaciones. Por supuesto, nadie entiende de eso realmente, pero él daba la impresión de que sí lo entendía y comentaba a menudo que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho que cualquier mujer lo respetara.
La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas perfectamente, casi con alegría, como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desaparecer coliflores enteras y en su lugar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuando debería haber estado haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.
Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de semanas tras la llegada de Wendy estuvieron dudando si se la podrían quedar, pues era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de ella, pero era muy honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sujetándole la mano y calculando gastos, mientras ella lo miraba implorante. Ella quería correr el riesgo, pasara lo que pas ara, pero él no hacía las cosas así: él hacía las cosas con un lápiz y un papel y si ella lo confundía haciéndole sugerencias tenía que volver a empezar desde el principio.
-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis chelines, con tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques... ¿quién está moviéndose?... ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete... no hables, mi amor... y la libra que le prestaste a ese hombre que vino a la puerta...
calla, niña... coma y me llevo, niña... ¡ves, ya está mal!... ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente: ¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques? -Claro que podemos, George -exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte.
-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi amenazadoramente y se puso a calcular otra vez-. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán más bien treinta chelines... no hables... sarampión una con quince, rubeola media guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis peniques... no muevas el dedo... tos ferina, pongamos que quince chelines...
Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total distinto; pero al final Wendy pudo quedarse, con las paperas reducidas a doce chelines y seis peniques y los dos tipos de sarampión considerados como uno solo.
Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los pelos, pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila rumbo al jardín de Infancia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona más importante. Era una señora encantadora, de mentalidad romántica y dulce boca burlona. Su mentalidad romántica era como esas cajitas, procedentes del misterioso Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno descubra siempre hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo conseguir, aunque allí estaba, bien visible en la comisura derecha.
Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían sido muchachos cuando ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que estaban enamorados de ella y todos corrieron a su casa para declararse, salvo el señor Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió. Lo consiguió todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con el tiempo renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría haberlo conseguido, pero yo me lo imagino intentándolo y luego marchándose furioso, dando un portazo.
El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo quería, sino que lo respetaba.
Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo acerca de las acciones y las cotizaciones. Por supuesto, nadie entiende de eso realmente, pero él daba la impresión de que sí lo entendía y comentaba a menudo que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho que cualquier mujer lo respetara.
La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas perfectamente, casi con alegría, como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desaparecer coliflores enteras y en su lugar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuando debería haber estado haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.
Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de semanas tras la llegada de Wendy estuvieron dudando si se la podrían quedar, pues era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de ella, pero era muy honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sujetándole la mano y calculando gastos, mientras ella lo miraba implorante. Ella quería correr el riesgo, pasara lo que pas ara, pero él no hacía las cosas así: él hacía las cosas con un lápiz y un papel y si ella lo confundía haciéndole sugerencias tenía que volver a empezar desde el principio.
-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis chelines, con tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques... ¿quién está moviéndose?... ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete... no hables, mi amor... y la libra que le prestaste a ese hombre que vino a la puerta...
calla, niña... coma y me llevo, niña... ¡ves, ya está mal!... ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente: ¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques? -Claro que podemos, George -exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte.
-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi amenazadoramente y se puso a calcular otra vez-. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán más bien treinta chelines... no hables... sarampión una con quince, rubeola media guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis peniques... no muevas el dedo... tos ferina, pongamos que quince chelines...
Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total distinto; pero al final Wendy pudo quedarse, con las paperas reducidas a doce chelines y seis peniques y los dos tipos de sarampión considerados como uno solo.
Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los pelos, pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila rumbo al jardín de Infancia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.
Peter Pan
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Autor:
J.M. Barrie
- Código del producto: 349
- Colección: Almas blancas
- Categoría: adolescentes, adultos jóvenes, jóvenes, niños, juveniles, preadolescentes, de grado medio, Biografías, literatura y estudios literarios, Calificadores de INTERÉS, Textos antiguos, clásicos y medievales, Edad/nivel de interés
- Temática: Edad de interés: a partir de 7 años, adolescentes, adultos jóvenes, jóvenes, niños, juveniles, preadolescentes, de grado medio, Textos antiguos, clásicos y medievales
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ISBN:
- 9788497701150 - PDF Cómpralo aquí
- Idioma: Español / Castellano